En la calle, en la televisión, entre amigos y en las relaciones amorosas, era sinónimo de inestabilidad emocional.
En la calle, en la televisión, entre amigos y en las relaciones amorosas, era sinónimo de inestabilidad emocional.
Durante 29 años viví en Colombia escuchando la palabra “bipolar” como una burla. En la calle, en la televisión, entre amigos y en las relaciones amorosas, era sinónimo de inestabilidad emocional. Varias de mis exparejas aseguraban ser “bipolares” para justificar cambios bruscos de humor o su irresponsabilidad afectiva. En retrospectiva, reconozco mi ignorancia—quizás por mi edad, mi entorno, o simplemente por la desconexión cultural que existe frente a la salud
mental.
Conocí a mi esposo mucho antes de la pandemia. Él había sido diagnosticado con trastorno bipolar tipo II quince años antes, pero nunca hablamos del tema durante nuestro noviazgo. Cuando llegó la crisis, ya estábamos casados y esperando a nuestro tercer bebé, después de perder a los dos primeros. Yo atravesaba una profunda depresión posparto; él vivía una recaída silenciosa. No había profesionales disponibles. No había sistema. Solo estábamos nosotros, en ruinas.
Mi esposo, un ingeniero de software brillante, fue tragado por un sistema que no reconoce la salud mental como un derecho. Buscando ayuda, llamé a la policía. Fue arrestado. Nos prohibieron comunicarnos. Estuvo tres meses detenido sin recibir tratamiento. Y yo—sin inglés, sin red de apoyo, sin entender cómo funcionaba nada—quedé a la deriva. Hasta que un grupo de mujeres, de distintas culturas, se convirtió en mi salvavidas. Me enseñaron que los sistemas colapsan, pero una comunidad consciente y organizada puede salvarte.
El trastorno bipolar tipo II no es una exageración. Es una condición médica compleja, marcada por episodios depresivos intensos y periodos de hipomanía—energía excesiva, insomnio, impulsividad. No es “mal carácter”, es un desequilibrio químico que requiere diagnóstico y tratamiento. Cuando una persona experimenta cambios emocionales intensos y frecuentes, lo que necesita es atención clínica, no juicio social. Este tipo de bipolaridad es más difícil de detectar, ya que no suele llegar a episodios psicóticos, pero sí afecta profundamente la funcionalidad, los vínculos y la estabilidad emocional.
Pero el diagnóstico es solo el comienzo. El entorno también debe transformarse. Y ahí es donde el machismo se convierte en una barrera estructural. Esa idea de masculinidad que impide decir “me siento mal”, “no puedo”, “necesito ayuda”. Que sabotea la capacidad de pedir apoyo y convierte la vulnerabilidad en vergüenza. La salud mental sigue siendo vista como
debilidad en quienes fueron criados para resistir en silencio.
Si los hombres no reconocen su fragilidad, si no se hacen responsables de su proceso, las mujeres no pueden sostenerlo todo—el dolor, la familia, el sistema emocional completo. Cuando el machismo niega el problema, la carga recae enteramente sobre nosotras. Y eso no es sostenible. La salud mental es una responsabilidad colectiva. En tiempos de crisis, mantenerse a flote no puede ser una tarea individual.
Y aprendimos, en medio de todo, que acompañar a alguien con bipolaridad tipo II no es una tarea solitaria. El diagnóstico es solo el inicio: hace falta red, conciencia y estructura para sostener ese proceso. Por eso, cuando el sistema colapsó, nosotras nos organizamos. Un grupo de mujeres—algunas de mi cultura, otras de distintas raíces—creamos nuestro propio
sistema. Juntas, buscamos recursos, entendimos el funcionamiento institucional, me ayudaron a aprender inglés y a navegar el laberinto legal y emocional que atravesábamos. Estas mujeres me enseñaron que el problema no siempre es el sistema en sí, sino cómo respondemos ante su falla. A veces, los sistemas alternativos que nacen del dolor son los más humanos, eficaces y transformadores.
El arte se volvió nuestra medicina paralela. Crear con las manos cuando ya no alcanzaban las palabras. Encontrar sentido en la poesía, en el color, en el cartón. El arte nos salvó porque nos ayudó a reconectar—con nosotres mismes, con el otro, con el mundo. Y con algo que habíamos perdido: la esperanza. Lo que no pudimos explicar, lo moldeamos. Lo que dolía, lo
pintamos. Lo que ardía, lo convertimos en palabras y color.
Después de todo—las pérdidas, la pandemia, la detención, la depresión, la violencia institucional y el duelo migratorio—tuvimos que comenzar de nuevo. Nos mudamos a un lugar más tranquilo, cerca de la naturaleza. Necesitábamos espacio para respirar. Para vivir con menos ruido y más sentido. Cambiar nuestro entorno fue parte de la sanación. Aprendimos que sobrevivir no es suficiente; hay que encontrar lugares donde también podamos crecer.
Hoy sé que no todas las historias terminan bien, pero muchas pueden volver a empezar. Para eso necesitamos diagnósticos oportunos, redes reales, entornos empáticos y, sobre todo, voluntad. Porque si el sistema no cambia, debemos cambiar la forma en la que nos acompañamos.
Dedicado a Dominic Cabral, por su fuerza de voluntad, por su perseverancia en el camino de la sanación, y por enseñarnos que el amor verdadero también es resistencia.
Agradecimiento especial a la tribu de mujeres que, con sabiduría, compasión y compromiso, ha sido sostén, puente y faro durante los últimos seis años. Este texto también es suyo.