domingo, 7 de septiembre de 2025

El sabor amargo de la fruta: genealogía de la violencia y el extractivismo en Colombia / Arte, memoria y complicidad

En un país donde la cultura y la barbarie han crecido entrelazadas,
los artistas funcionan como arqueólogos de una verdad que el poder insiste en enterrar.

La superficie seductora del capitalismo tardío

En 1967, cuando Andy Warhol transformó un banano en símbolo del pop art para la portada de The Velvet Underground & Nico, realizó—sin saberlo—una operación conceptual de una brutalidad extraordinaria. Al convertir la fruta tropical en mercancía estética, en objeto de contemplación despolitizada, Warhol consumó la alquimia perfecta del capitalismo tardío: la transmutación de la historia en superficie, del dolor en placer visual, de la explotación en consumo.

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Esta operación no fue meramente artística; fue epistémica. El banano de Warhol encarna la lógica del fetichismo de la mercancía que Marx había diagnosticado un siglo antes: los objetos que consumimos en las metrópolis llegan despojados de toda huella de las relaciones sociales que los produjeron. Entre la plantación colombiana y la galería neoyorquina se extiende un abismo de ignorancia deliberadamente construido, una geografía del olvido que permite al Norte disfrutar los frutos del Sur sin enfrentar jamás el costo humano de su abundancia.

La ironía histórica adquiere dimensiones trágicas cuando consideramos que, mientras Warhol celebraba la banalidad del consumo masivo en los circuitos del arte contemporáneo, en Colombia ese mismo banano ya portaba décadas de sangre acumulada en sus fibras.

1928: El archivo fundacional de la violencia extractivista

La genealogía del problema trasciende las fronteras temporales de Chiquita Brands y se ancla en un momento arquetípico: la masacre de las bananeras de 1928. Este episodio no constituye simplemente un hecho histórico más; funciona como matriz simbólica de toda la violencia extractivista posterior. Cuando el ejército colombiano ejecutó a los obreros que se atrevieron a exigir condiciones laborales dignas frente a
la todopoderosa United Fruit Company, no solo se estaba reprimiendo una huelga: se estaba estableciendo un paradigma.

Gabriel García Márquez comprendió la dimensión mítica de este acontecimiento y lo elevó a la categoría de tragedia fundacional en Cien años de soledad. Su genio no residió en documentar el horror, sino en revelar su estructura repetitiva, su naturaleza cíclica. La masacre no fue un accidente de la modernización colombiana; fue su condición de posibilidad. García Márquez entendió que en Colombia hablar de progreso era, inevitablemente, hablar de sangre.

Esta comprensión resulta fundamental para decodificar la lógica del extractivismo colombiano: la violencia no es un efecto colateral del desarrollo, sino su mecanismo constitutivo. El modelo opera bajo una ecuación implacable que persiste hasta hoy: exportación hacia las metrópolis, muerte y despojo en la periferia. Primero el banano en el Magdalena, después el petróleo en Arauca, luego el carbón en La Guajira, posteriormente la palma africana en el Chocó. Los productos cambian, las empresas se suceden, los actores armados mutan sus siglas, pero la fórmula permanece inalterada.

El arte como archivo de la barbarie

En este contexto de violencia estructural, el arte colombiano ha funcionado como un archivo incómodo, como una memoria rebelde que se resiste a la amnesia colectiva que el modelo extractivista exige para su funcionamiento. Los artistas han operado como testigos impertinentes, como agentes que se niegan a separar la estética de la política, la belleza del horror.

Débora Arango, ya en las décadas de 1940 y 1950, rompió radicalmente con el régimen escópico dominante. Mientras la sociedad colombiana demandaba paisajes idílicos que ocultaran la barbarie cotidiana, Arango eligió retratar políticos corruptos, prostitutas, cuerpos desnudos, escenas de represión. Su obra enfrentó la censura y el vituperio precisamente porque revelaba aquello que la sociedad necesitaba mantener invisible: que la modernidad colombiana se edificaba sobre cadáveres sistemáticamente ocultados.

Décadas más tarde, Jesús Abad Colorado heredó y expandió esta función testimonial. Sus fotografías del desplazamiento forzado en Urabá—región bananera por antonomasia—constituyen radiografías implacables del costo humano del comercio internacional. Cada imagen suya opera como un expediente forense: rostros de campesinos expulsados, cruces improvisadas en cementerios rurales, niños prematuramente envejecidos por duelos ajenos. Su cámara transforma la estadística en rostro, la abstracción del “desplazamiento” en experiencia concreta del horror.

Beatriz González: la domesticidad como campo de batalla

Sin embargo, es quizás en la obra de Beatriz González donde esta genealogía de la violencia encuentra su expresión más dialécticamente sofisticada. Desde los años sesenta, la artista santandereana desarrolló una comprensión extraordinariamente aguda: la violencia no permanece confinada en los teatros bélicos, sino que se infiltra capilarmente en los espacios más íntimos de la vida cotidiana.

Su estrategia conceptual resulta de una lucidez perturbadora: tomar imágenes periodísticas de masacres, desplazamientos y ejecuciones, y trasladarlas a camas, biombos, cortinas, muebles domésticos. Esta operación no es meramente formal; es ontológica. González revela que la violencia en Colombia no constituye una excepción, un estado de emergencia que interrumpe la normalidad: es la normalidad misma. Habita el comedor, la sala, la alcoba. Se inscribe en el mobiliario nacional.

Sus obras funcionan como dispositivos de memoria que nos obligan a reconocer una verdad incómoda: la muerte no está afuera, en territorios remotos que podemos ignorar, sino en el interior mismo del tejido social que pretendemos presentar como “civilizado”. En este sentido, González establece una conexión directa con la paradoja warholiana del banano: ambos revelan cómo los objetos de consumo cotidiano ocultan, bajo su apariencia trivial, historias de sangre y represión.

La potencia crítica de González radica en su capacidad de obligarnos a convivir con la violencia sin sublimarla, sin estetizarla hasta el punto de neutralizarla. Si Warhol convertía productos de supermercado en íconos despolitizados del arte pop, González invierte la operación: convierte las imágenes del horror en arte doméstico, forzándonos a reconocer que la barbarie no es lo otro de la cotidianidad nacional, sino su condición inmanente.

La estética de Estado como máquina de invisibilización

Nada de esta arquitectura de la violencia sería sostenible sin la complicidad activa del Estado, que ha desarrollado una sofisticada estética de la negación. Desde el decreto de Abadía Méndez que autorizó disparar contra los huelguistas en 1928, pasando por la permisividad estratégica frente a la expansión paramilitar en los años noventa, hasta los eufemismos de la “seguridad democrática” y la tragedia de los “falsos positivos”, el Estado ha perfeccionado un lenguaje que minimiza las masacres como “daños colaterales” y presenta el despojo como desarrollo.

Esta retórica no es ornamental; es operativa. Constituye la condición semiótica que permite al país seguir exportando banano, petróleo, carbón y palma africana mientras oculta metódicamente bajo tierra los cuerpos de quienes se interpusieron al modelo extractivista. El Estado opera como una máquina de invisibilización que transforma la violencia sistemática en accidentes puntuales, la estructura en coyuntura, el genocidio en estadística.

La cuenta pendiente y el horizonte de posibilidad

La condena judicial contra Chiquita Brands—aunque tardía—abre una fisura en el muro de impunidad que ha protegido durante décadas el modelo extractivista. Más importante aún: obliga a formular preguntas que trascienden el caso específico y apuntan hacia la totalidad del sistema: ¿cuántas corporaciones transnacionales más financiaron la guerra a cambio de rentabilidad? ¿Cuántos de nuestros productos de exportación conservan todavía la huella invisible de la sangre campesina?

El arte colombiano ha cumplió una función histórica: Arango rompió el silencio cómplice, García Márquez elevó la masacre a la categoría de mito fundacional, Colorado documentó implacablemente el desplazamiento, González trasladó dialécticamente la violencia al ámbito doméstico. Todos ellos demostraron que en Colombia la cultura no puede ser evasión: debe ser memoria activa, archivo rebelde, testimonio impertinente.

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Ahora corresponde a la sociedad decidir si construye finalmente un horizonte civilizatorio donde la vida humana valga más que la ganancia corporativa.

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