Refugiados del miedo. La migración no debería doler dos veces
Refugiados del miedo. La migración no debería doler dos veces
Soy migrante. Llegué a este país huyendo de la violencia en Colombia, de una persecución institucional que no solo me despojó de mi trabajo, sino que me arrebató parte de mi fe en el sistema. Vine buscando refugio, pero no sabía que aquí también tendría que seguir escondiéndome. Como muchas otras mujeres, cargaba en la maleta los nombres de mis hijos,
los restos de mi duelo, y la esperanza de una segunda oportunidad.
Hoy, bajo las nuevas políticas instauradas por la administración de Donald Trump, miles de migrantes están siendo empujados nuevamente al abismo. En lugar de respuestas, encontramos redadas. En lugar de protección, encontramos interrogatorios. En lugar de integración, encontramos miedo.
Massachusetts ha sido históricamente uno de los estados con mayor organización comunitaria en defensa de los derechos de los inmigrantes. Ciudades como Boston, Somerville, Lawrence o Lynn se han declarado ciudades santuario, comprometiéndose a no colaborar con ICE en operativos de deportación. Sin embargo, hoy están siendo blanco de una ofensiva silenciosa y sistemática por parte del gobierno federal.
Los ataques no siempre llegan con sirenas. A veces vienen disfrazados de auditorías, amenazas legales o recortes presupuestales. Según datos recientes de organizaciones comunitarias, en el último año se han duplicado las deportaciones en Massachusetts. Se están deteniendo personas camino a sus trabajos, en paradas de autobús, en hospitales, y —de forma particularmente desgarradora — a adolescentes mientras se dirigen a sus escuelas.
Ver a nuestros jóvenes esposados con sus mochilas puestas, ver a padres detenidos y dejados sin derecho a notificar a nadie, ver a niños menores de edad abandonados dentro de vehículos mientras sus cuidadores son arrestados… no solo es inhumano: es cruel, sistemático y profundamente racista. Lo que está pasando no son casos aislados. Es una política de
exterminio emocional, económico y simbólico.
Lo que no se dice en las noticias es lo que más duele. Nadie habla de lo que pasa después de cruzar la frontera. Nadie habla de la retraumatización. Migrar no solo implica dejar atrás un país, implica reconstruirse en medio del duelo, la exclusión y la vigilancia.
Muchos de nosotros llegamos con heridas abiertas. Pero en lugar de centros de apoyo, encontramos oficinas frías donde nuestro nombre se convierte en un número de caso. En lugar de escucha, encontramos desconfianza. En lugar de contención, encontramos un sistema que vuelve a colocarnos en la condición de sospechosos.
Las condiciones en los centros de detención son infrahumanas. Celdas sin ventilación, falta de atención médica, aislamiento, cadenas en pies y manos. Personas en situación de salud delicada, mujeres embarazadas, adultos mayores, todos tratados como si fueran una amenaza para la seguridad nacional.
Me preocupa profundamente cómo muchas madres latinas están gestando y pariendo bajo presión, rodeadas de miedo. El embarazo debería ser un momento de cuidado, de esperanza. Pero en nuestras comunidades se ha vuelto un acto de sobrevivencia. El cuerpo responde con ansiedad, con insomnio, con complicaciones. Parir con miedo es una forma de violencia institucional.
Lo que más duele es que este sistema no funciona solo. Se alimenta de discursos de odio, de líderes políticos que usan nuestras historias como carnada electoral. La retórica de la extrema derecha ha normalizado la deshumanización del inmigrante, especialmente del latino. Nos llaman “carga”, “invasores”, “delincuentes”, “ilegales”.
Pero no somos eso. Somos trabajadoras esenciales, madres, estudiantes, artistas, agricultores, cuidadores, soñadores. Lo que está en juego no es solo nuestra estadía legal. Es nuestra dignidad, nuestra identidad, nuestro derecho a ser tratados como seres humanos.
La discriminación racial ha aumentado de manera alarmante. Los ataques verbales en espacios públicos, la negación de servicios, el uso del acento como estigma, la sobrevigilancia policial en vecindarios latinos… Todo esto contribuye a un entorno tóxico que nos enferma y nos silencia. Vivimos en un país que dice valorar la libertad, pero que no sabe cómo convivir con la diferencia.
Ante este contexto, el arte se ha convertido en nuestro único lugar seguro. En Casa de Artesanos, hemos visto cómo el arte comunitario puede convertirse en medicina colectiva. Pintar, escribir, fotografiar o construir esculturas no es un lujo. Es una necesidad urgente. Es la forma en la que recuperamos la palabra, la memoria, la dignidad.
He visto a mujeres bordar sus duelos. A jóvenes retratar su dolor con dignidad. A comunidades enteras sanar juntas al contar sus historias. El arte es el espacio donde volvemos a ser completos. Donde las lágrimas se transforman en color. Donde lo que dolía en silencio se vuelve grito compartido.
El arte es también un testimonio de que existimos. De que, a pesar del exilio y la persecución, no nos rendimos.
Hoy, el Día Internacional del Refugiado, no podemos celebrar. Pero sí podemos recordar, nombrar y resistir. Podemos seguir construyendo redes de apoyo, defendiendo nuestras ciudades, nuestros cuerpos, nuestros sueños.
Migrar no es un crimen. Buscar protección no debería ser castigado. Y vivir sin miedo debería ser un derecho universal, no un privilegio. Nuestros hijos no deben crecer con miedo al sonido de una patrulla. Nuestras comunidades no pueden seguir siendo campos de caza. Nuestras familias no deben seguir siendo separadas como si no valieran nada.
Porque si migrar fue un acto de valentía, resistir en este nuevo territorio también lo será.