jueves, 15 de mayo de 2025

Religión: lo personal es político, y lo político exige sentido crítico

Desde niño he tenido el privilegio de preguntarme cuál es el sentido de la vida y qué es la verdad. También he sido afortunado por haber desarrollado la convicción de actuar con honestidad, justicia, compasión y generosidad.

Durante mucho tiempo creí que para responder esas preguntas y vivir con coherencia necesitaba buscar a Dios. Lo hice a través de diferentes formas de cristianismo. Sin embargo, nunca renuncié a la lógica ni al sentido común: para creer y seguir algo —o a alguien— necesito entenderlo y asegurarme de que me hace bien a mí y al mundo.

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Cultivar una fe inteligente para comprender mejor las doctrinas y funciones sociales de las religiones ha sido fascinante. Las religiones son sistemas simbólicos construidos históricamente para interpretar y configurar la realidad. No necesitan ser fácticas para ser reales: son verdad en sentido antropológico, porque moldean vidas, orientan vínculos, definen amores y odios. El hecho de que hablen de cosas cuya existencia no se puede comprobar —dioses, demonios, pecados, infiernos, salvación— no las hace menos poderosas. Por el contrario, tocan lo misterioso y movilizan nuestros temores y anhelos más hondos: ¿de dónde venimos? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué hay después de la muerte?

Pero no solo la religión opera en el nivel simbólico. La política también configura la realidad desde lo invisible, lo emocional y lo narrativo. En ambos casos, lo que está en juego es el poder de definir qué es lo real, lo bueno, lo deseable o lo detestable. Lo simbólico no es superficial: quien domina ese terreno —sea individuo o institución— puede gobernar los afectos, los miedos y las decisiones de los pueblos.

A lo largo de la historia, estos dos mundos han chocado. También se han entrelazado. Tenemos testimonios de personas cuya fe las llevó a enfrentarse al horror humano en su lucha por la justicia: Dietrich Bonhoeffer ante el nazismo, Martin Luther King Jr. contra el sistema racista de Estados Unidos, Óscar Romero junto a las comunidades campesinas de El Salvador. Irónicamente, la mayoría de creyentes de sus mismas iglesias estuvieron del lado de quienes los asesinaron.

La suerte de las mujeres ha sido aún más dura. Sus nombres rara vez figuran en estas narrativas, no porque no existan, sino porque han sido sistemáticamente borradas o silenciadas. Este texto también refleja esa ausencia, y quiero hacerlo consciente. No es un descuido, es un síntoma. Nombrar estas omisiones hace parte de descolonizar la espiritualidad, y serán temas de próximas entregas.

La religión como sistema y la iglesia como estructura han usado su poder para manipular mediante el miedo —al diablo, al infierno, al castigo divino—, para engendrar odio y violencia. Hoy es cada vez más visible su alianza con el poder político autoritario: pastores evangélicos que oran por Trump como enviado de Dios, sacerdotes ortodoxos que bendicen misiles de Putin, Maduro invocando a Jesús y a la Biblia en cada discurso. En todo el mundo, las comunidades y argumentos religiosos están siendo claves en el avance de proyectos ultraconservadores, fascistas o incluso neonazis.

Lo inmaterial y metafórico sigue moviendo decisiones íntimas y estructuras colectivas. Por eso, creo que es cada vez más urgente auditar el uso político del discurso y los símbolos religiosos por parte de líderes tanto religiosos como políticos. Revisar críticamente las doctrinas cristianas, las que conozco más de cerca, me ha llevado a tomar distancia. No puedo sostener un sistema de creencias incoherentes y excluyentes, que justifica el castigo
divino, la condena eterna, o la superioridad de un pueblo o religión sobre otros, legitimando así colonizaciones culturales y espirituales, que son genocidas.

Al mismo tiempo, reconozco que la intersección entre fe (más que religión) y política ha llevado a muchas personas a tomar el lado de las comunidades oprimidas, dando lugar a muchos actos y movimientos por la justicia y la paz. No propongo un rechazo absoluto ni una defensa ciega. Propongo —y practico— una responsabilidad personal que nos lleve al cuestionamiento constante: ¿por qué creemos lo que creemos? ¿De dónde vienen nuestras imágenes de lo divino? ¿Quién se beneficia de que pensemos, creamos y actuemos como lo hacemos? Y con todo esto: ¿vale la pena conservar esas creencias?

Conclusión​

Atreverse a cuestionar lo que se da por sentado, incluso cuando apela a “lo sagrado”, es defender algo profundamente humano: la libertad de imaginar y construir otros mundos. Los poderosos conocen el poder de la religión, y lo usan para mantener el statu quo porque enfrentan poca resistencia, ya sea por complacencia, ignorancia, desinterés o miedo.

¿Es posible ser creyente y a la vez crítico y libre? Creo que sí. Conozco personas que lo son. Pero no es fácil, y la pertenencia a una religión establecida impone límites. En mi caso, descolonizar la espiritualidad y liberarme del miedo, del autoritarismo y de la culpa, ha sido un acto político y un camino de sanación. Comprender que soy dueño de mis creencias y responsable de mis actos me ha permitido soltar lo que me daña y no engendra la justicia,
la verdad ni la belleza. Me he desvinculado de la iglesia, he tomado distancia de la religión, y estoy reconstruyendo mi espiritualidad desde otras orillas, mientras asumo mi ciudadanía de un modo más pleno, con sus derechos y deberes.

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Me considero privilegiado por poder escribir estas palabras en este medio y espero poder aportar a la construcción de comunidad fortaleciendo la reflexión y la acción en el amplísimo campo de la religión y la política.

Acerca del autor

Oscar Guana, ingeniero agrónomo de la Universidad Nacional (Bogotá). Máster en Divinidades y Teología Sagrada de la Universidad de Boston. Director de Relaciones Comunitarias de Casa de Artesanos, donde promueve la educación ambiental y la agroecología desde el departamento de Eco-Arteterapia.

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